sábado, 23 de julio de 2011

Ha pasado un ángel


Ha pasado un ángel y se ha roto las alas. El ángel era azul, como el gladiador que después se volvió verde y también le salieron alas, pero eran de pájaro, aunque hubieran sido de ángel. Aquel gladiador que luchaba en otros lugares, que soñaba con la luz del Sol cuando estaba enamorado de la blancura de la nieve, que se transformó en león para convertir al ángel en cristiano y así devorarle el alma a dentelladas con la intención de que también él se volviera un guerrero. Pero al ángel sólo se le rompieron las alas, unas alas blancas que se quedaron flotando en la blanca nieve y todavía siguen deslizándose entre los oscuros laberintos de ese circo que no era romano, lleno de otras alas rotas y no tan rotas, pero rotas al fin y al cabo. Tiéndele la mano al furioso gladiador que cree haberse convertido en pájaro verde, aunque no se dé cuenta de que le han salido las alas. Pero el gladiador verde, el pájaro azul se ha olvidado de ellas y sólo piensa en su caparazón de letras y sillas de madera encima de un escenario, y sólo el ángel con el alma llena de heridas de dentelladas recuerda las alas del pájaro verde, que son de gladiador azul. Aunque tal vez también las vea la libélula que también es verde, pero sólo sus ojos, no sus alas transparentes, el ángel con las alas rotas está convencido de que sí, de que la libélula de los ojos verdes es capaz de ver las alas del gladiador azul, unas alas de colores, no sólo verdes, o no sólo azules, sino de muchos colores que brillan como gusanos a rayas de colores y como escarabajos con estrellas pintadas y también como hadas hinchadas de risa de colores y de peces con los ojillos cerrados de colores. Y puede creerse que el gladiador azul que en realidad es un pájaro verde al que le han salido las alas, le tiende la mano al pequeño ángel con las alas rotas, pero en realidad es el ángel que no tiene color, sólo el de sus alas rotas pero blancas a pesar del polvo del camino, es él el que le tiende la mano al gladiador azul con alas de pájaro verde que se niega a ser consciente de que tiene alas de pájaro verde, de gladiador azul, de ángel blanco. Y llora de tristeza el ángel de las alas rotas que son blancas, aunque sus lágrimas ya se han vuelto dulces porque vuelven a ser buenas, a ser blancas como la nieve blanca en las que han quedado suspendidas. Y en el cielo de sus sueños, que es blanco y es mágico, sigue flotando la esperanza que es seguridad y es certeza, de que en algún lugar, en algún momento, el gladiador azul que es pájaro verde recuerda las alas que posee y llora por un instante lágrimas dulces de un abrazo antes de echar a volar de un plato de carne y puré que es trémulo, de un suelo resbaladizo en una noche en el oro, de un abrazo del pasillo solitario o tal vez del tronco con el alma carbonizada pero reverdecida. Y en algún lugar, a pesar de los caballeros que montan al revés, siguen sonando los mil y también los ujis borrachos, y también los tes antes de que la libélula de los ojos verdes deje sonar su dulce melodía cuando todos eran mágicos: el gladiador que entonces era azul, el ángel que entonces no tenía las alas rotas, la libélula que ya poseía los ojos verdes, todos mágicos, todos con alas sin romper, o tal vez algunas rotas y otras por romper, dispuestas a romperse o dispuestas a volar hasta el lugar donde la magia lo convierte todo en una ventana donde los dragones vuelan sobre los tejados y secuestran almas antes de que los pájaros verdes que no saben que siguen siendo gladiadores azules a pesar de intentar ser gladiadores negros, les rompan las alas a los ángeles con alas blancas.

domingo, 19 de junio de 2011

Pequeño fragmento de "El Dragón Blanco"

Aquí va el primer pedacito del libro que estoy escribiendo, un canto a la belleza y la magia de mi adorada Praga. Espero que os guste. Más adelante  pondré más trocitos...


Cierro los ojos con fuerza, con mucha fuerza e imagino que estás aquí conmigo, que me abrazas con fuerza. Puedo sentir tu aliento que me envuelve y me hace sentir que nada malo me puede pasar. Noto como tu barba roza mi mejilla, tus labios finos me besan suavemente pero con impaciencia y me estremezco hasta la parte más recóndita de mí ser. Ya puedo morir, estoy en el Paraíso. El amor que sentí, que en realidad nunca he dejado de sentir, me invade, me inunda los ojos de lágrimas. ¡Cuánto he llorado en esta ciudad! Cierro los ojos con fuerza, con mucha fuerza y Pavel me abraza y así, sin decir nada, mi mirada queda fija en el puente lejano, en sus estatuas, en las parejas de patos que pasean su amor deslizándose por las aguas de este río que está un poquito más lleno con mis lágrimas. Toda la belleza del mundo, todo el amor, toda la magia.

Espero la llegada de la noche, el momento en que los espíritus despiertan y hacen suyas las calles. Las almas de las estatuas, los espíritus de las torres, las hadas de las viejas casas vuelan por fin alrededor del gran Dragón Blanco, majestuoso, seguro de su poder, de su hechizo, robando almas desprevenidas, elegidas para formar parte de algo que no se puede ver pero que arrasa con toda su fuerza. Príncipes, princesas, magos, hechiceros, alquimistas, criaturas de tiempos pasados y presentes danzan en esta ciudad subliminal que sólo se puede llegar a conocer a través del amor. Como tú me la hiciste descubrir hace ya tantas vidas.

Es en esas horas, cuando las hordas de turistas duermen, más tarde incluso, cuando toda la ciudad duerme un cálido sueño, es entonces cuando el Viejo Dragón se despereza de su sueño, abre los ojos, se atusa su suave pelo blanco y se dispone a salir de caza. Es entonces cuando esas almas llenas de amor se levantan de sus camas en medio de la oscuridad e impulsadas por una fuerza irresistible abren la ventana al gélido aire invernal y permanecen hipnotizadas, con la mirada perdida, hechizadas. Hasta que de repente notan un suave pinchazo en su mejilla, se tocan, confusas, sin saber que ha pasado, sin poder desviar la mirada del infinito cielo y de la ciudad que se extiende a lo lejos. Y luego otra vez el pinchazo, y otro más, y otro, y así hasta que sin darse cuenta suaves briznas de terciopelo blanco llenan su cara. Y antes de poder asombrarse, el Dragón les arrebata el alma, la saca del cuerpo, la alza, la monta en su cálido lomo sacándolas por la ventana, emprendiendo un silencioso vuelo por el cielo de Praga, las luces del Castillo allá abajo, el serpenteante río, las iglesias, toda esa belleza se desliza a través de ese mágico vuelo. Y a su paso todo se va cubriendo de un manto blanco que lo envuelve todo mientras bailan las almas, los espíritus, las hadas; la
ciudad les pertenece, esa verdadera Praga escondida. Y aquella alma a lomos del Dragón Blanco llora lágrimas de hielo mientras desaparece su cuerpo y ya es un alma más en ese baile mágico en esta ciudad encantada, más allá del tiempo. Por fin es libre, es amor hecho piedra de puente, de castillo, de fachada de iglesia, de muro de palacio, de estatua…

lunes, 13 de junio de 2011

La misteriosa perspectiva compartida


Ayer fui a dar un paseo para disfrutar de una soleada tarde primaveral de Barcelona. Regresé a casa dos horas después con unas nuevas sandalias y dos cd's de sinfonías de Dvorák. Me senté delante del ordenador y puse el primer disco, dispuesto a disfrutar de la música del fabuloso compositor checo. Mientras las melodías iban llenando el ambiente de mi casa, cogí "Toda la belleza del mundo", esas memorias de Jaroslaf Seifert que he vuelto a releer de nuevo. Buscaba la parte en la que el poeta describe su encuentro con cierto fotógrafo checo de cuyo nombre no me acordaba. No tardé en encontrarlo. Efectivamente se trataba de Josef Sudek. Con el nombre anotado, me dispuse a buscar en Google imágenes suyas, tenía curiosidad por ver alguna de las fotografías de las que habla Seifert en sus memorias. Enseguida apareció en la pantalla ese anciano de barba blanca acarreando su voluminosa cámara con su único brazo. Esas imágenes me trasladaron de nuevo al relato de Seifert sobre su encuentro con Sudek en Petrín. A medida que iba pasando una fotografía tras otra podía imaginar los largos paseos del viejo artista por la bella Praga en busca de la mágica imagen.

De repente me quedé estupefacto. Entre las evocadoras naturalezas muertas captadas por el venerable anciano empezaron a aparecer algunas de sus instantáneas de Praga. ¡Muchas de ellas eran imágenes de la ciudad vista a través de las ramas de los árboles de sus jardines! No podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Nunca hasta entonces había visto fotografía alguna de Sudek. Pero esas imágenes de Praga a través del ramaje desnudo de los árboles sí que las había contemplado muchas veces: ¡yo mismo llevo años haciendo esas fotografías en mis viajes invernales a Praga! La música de Dvorák seguía inundando mis oídos mientras mi vista se llenaba una y otra vez con las instantáneas de aquella mágica ciudad agazapada tras las grises ramas de los viejos árboles de Petrín o tomadas desde el parquecillo de Strelecký. Una vez más volvió a mí la emoción de sentir la magia de Praga que tantas veces me ha permitido disfrutar la ciudad desde que la conocí hace ya unos cuantos años y de la que me enamoré enseguida. Y ahora, por enésima vez Praga me guiñaba el ojo de nuevo, recordándome nuestra íntima y secreta unión. Esa intimidad de la que muchos artistas checos han gozado a lo largo de los siglos, así como también algún que otro extranjero, más allá de la típica postal del bello Puente de Carlos o el enigmático reloj del Ayuntamiento.

Por un momento volví a mi Praga Mágica a la que acudo fiel a la cita de cada invierno que hemos establecido desde hace algúnos años . Pero ese guiño cómplice todavía no había dicho su última palabra. En busca de nuevas fotos de Sudek que me devolvieran aquella magia pragense, apareció de repente ante mi atónita vista una fotografía aparentemente sin nada especial. Creo que se me paró hasta el corazón al contemplar esa imagen. Se trataba del tocón de un gran árbol talado en medio de lo que parecía una pendiente boscosa. Realmente no podía creer lo que mi vista mandaba a mi cerebro. En mi última visita a Praga este pasado invierno, fui dando un paseo hasta Petrín, como siempre hago varias veces cuando visito la ciudad. Me gusta especialmente pasear por esa colina solitaria en esa época del año y perderme entre sus sinuosos senderos, rodeado de viejos árboles. Es allí, uno de mis lugares preferidos de Praga, en donde dejo volar la imaginación hacia mundos fantásticos. Pues bien, como decía, este invierno, vagando sin rumbo fijo por el monte Petrín, llegué hasta un pequeño claro entre la arboleda desde el que se podía contemplar el Hradcany al otro lado de la montaña. Reinaba allí el silencio y la paz adecuadas para poder sentarme un rato y dejarme invadir por la magia de Praga. Buscando un sitio en el que sentarme econtré en la cima de una pequeña pendiente en la parte más alejada del camino, el tocón de un viejo árbol talado. Enseguida aquel tocón me llamó en silencio, ofreciéndose para que pudiera reposar sobre él y escribir sobre ese mágico momento. Acepté solícito y agradecido esa amable invitación y allí permanecí durante un tiempo indefinido, empepándome de la belleza y la espiritualidad que siempre espero encontrar y en todas las ocasiones lo consigo, cuando estoy en Praga. Después, cuando llegó la hora de volver a la realidad, regalé a ese tocón una foto que hice con mi cámara, para poder así llevarme ese instante mágico a Barcelona y poder disfrutar de él hasta mi nueva cita con Praga.

¡Cual fui mi sorpresa ayer al descubrir ese tocón fotografiado muchos años atrás por el genial artista! En realidad no sé si se trata del mismo árbol talado, es posible que no sea así, pero para mí lo verdaderamente emocionante fue descubrir que alguien más a parte de mí disfrutó de la magia de un viejo tocón. Y también que no sólo yo veo Praga a través de las ramas desnudas de sus árboles.