viernes, 9 de noviembre de 2012

EL ÁNGEL QUE RECUPERÓ SUS ALAS

 




Y habrá un día en que ese ángel con las alas rotas vuelva a intentar remontar el vuelo en ese cielo gris pero que está lleno de luz, de la luz mágica de la oscuridad, de la luz densa de la blancura, donde los niños que son blancos se sientan en los tejados pero no tienen frío porque ya están helados, petrificados pero llenos de vida, espectantes, espectadores de los esfuerzos de ese ángel con las alas rotas que intenta retomar el vuelo bajo esa farola amarilla, y resbala, y tropieza, pero ríe porque no lo consigue y llora porque no lo consigue y está triste porque un día fue un ángel con las alas por romper hasta que se le rompieron de tanto volar, hasta que ese gladiador que era azul y que por un rato fue negro antes de volverse verde le dejara libre para volar demasiado alto sin avisarle del cristal, ese cristal por el que resbala el agua que no es agua pero que es salada como si fuera del mar, aunque lo vea el acero que se derrite a pesar de su dureza, que es tierno pese a su consistencia y tal vez también dispare agua que no es agua pero que es salada como la del mar, un mar que no está, que se quedó en los sueños, que nunca llegó a ser pese a su existencia porque nunca llegó a verse con sus propios ojos compartidos, se quedó lejos, allí mismo, cerca, en otro lugar que debía ser el mismo pero diferentemente igual, a la vez, simultáneo, que de alguna manera lo es y lo sigue siendo, pese a la negrura del gladiador que se convirtió en pájara negro para poder volar hacia allí, para poder contemplar ese mar salado, esa mar salada, ese agua que se oscureció de gris por la negrura que de repente le salió a las alas del gladiador verde y por la fractura de las alas del ángel blanco que se volvió transparente de tanto esfuerzo, de tanta transparencia líquida que le salió se volvió él mismo transparente, líquido, deslizante, hechizantemente hechizado, obnuvilado, confundido con la grisura de lo que sus ojos veían, riendo de tristeza, llorando de una alegría inconmensurable, gritando en silencio, callando desde los berridos de ángel con las alas rotas, con las heridas sangrantes aún dolientes, punzantes, lacerantes, supurantes, aberrantes, incomprenssibles, aborrecibles, amadas, anheladas, inolvidables mientras la luz oscura seguía su curso, vieja Dama Blanca llena de ojos verdes y gladiadores azules y ángeles blancos, luz sensata, vieja sabia, viejo sabio imperturbable gracias a su perturbabilidad, ufana, presumida por su belleza de anciana perpetua, orgullosa de sus heridas borradas, cicatrizadas, desaparecidas pero presentes, sonriendo con ternura a su nuevo retoño seducido, abducido, herido para sanar, lisiado para embellecerse, igual que el manco cazador de imágenes, mágico por su propia magia, escondido detrás de las ramas, sentado en ese tocón del tiempo, esperando la llegada del ángel con las alas rotas, con la pócima en su única mano, ungüento silencioso, milagroso por su contenido de nada, de silencio, de falta de palabras, de inutilidad de hechos patentes, secreto recoveco del ayer que espera al hoy para volver mañana y convertirse de nuevo en ayer para esperar a un nuevo hoy, y así seguir su camino de pócimas agazapadas, de milagros invisibles, de iluminaciones sin destellos, para dejar salir esas nuevas plumas que seguirán siendo blancas, más blancas porque estarán hechas de hielo, de nieve, de la luz del sol, del brillo del mar, de la vejez bella, de nuevos caminos aún no descubiertos, de la posibilidad de poseer la capacidad de transformar, de la opción de fabricar esa pócima boscosa, de piedra, de agua helada y añadir nuevos ingredientes para mejorarla si cabe, para personalizarla, para hacerla única con los ingredientes encontrados a través de las nieves que se resisten a aparecer porque no es el momento, para que ese ángel con las alas rotas que un día quiso ser gladiador o pretendió raspar la negrura del gladiador, o cayó en la trampa del gladiador que fue azul para convertirse en negro antes de transformarse en pájaro verde, para que ese ángel que sigue siendo ángel pero que ha aprendido a ponerse los cuernos de diablillo, para que ese ángel con las alas ya casi arregladas, recuperadas, se siente donde termina la tierra y empieza la magia y espere la llegada del perro grande que le lama la nuca, que se regodee con la felicidad de su compañía, con la absoluta certeza de lo impalpable, para que saboree la plenitud del reverdecer propio, para que sienta el sufrimiento dulce de la melancolía, para que restriegue al pájaro verde que ya no se sabe de que color es las gracias por todo, la pequeñez de su gran e inconmuensurable regalo, la grandiosidad de su nadería, el presente hecho gracias a su cobardía, la simultaneidad de su diferencia, la igualdad de sus contradicciones, la imperturbabilidad de su evolución estática, congelada en el tiempo, ubicada en la eternidad desaparecida, nunca existida, jamás creada más allá del anhelo, petrificada por la cobardía, desaparecida bajo toneladas de silencio sin palabras, colgada por sirenas doblegadas, por gusanos aplastados, por peces enlatados rumbo hacia el lugar donde un día ese gladiador no quiso perder al ángel, ese ángel roto, recompuesto, resurgido, parado en un movimiento continuo muchas veces arrastrado, vapuleado en sus esfuerzos por volar con esas alas rotas que a pesar de todo han ido sanando, bajo la mirada de sonrisa helada de niños agazapados en los tejados, de mujeres transportando agua vacía, bajo el regocijo de satisfacción de crucificados nunca olvidados, de padres alquímicos orgullosos, de verdes oradores enmohecidos, de linternas al revés llenas del humo literario, de boles de café sin tabaco en tiempos remotamente modernos, de cadáveres maravillosos estilizadamente bellos, de pitonisas con túnica ensangrentada y mirada electrizante, todos ellos satisfechos, seguros del resultado, enternecidos al saberse resguardados del olvido gracias a unas alas blancas fortalecidas por el sufrimiento, engrandecidas por su impetuosidad, cada vez más elásticas, cada vez más abarcantes gracias a la terquedad del no olvido, para que ese ángel mágico con las alas rotas siga revoloteando sinuosamente, tal y como le han enseñado, en silencio, gritando sin abrir la boca, bailando sin mover los pies, volando sin elevarse, dejando de ser nuevo para convertirse en viejo, como siempre ha sido, como fue desde un principio, como será para siempre, igual, diferente, cambiante sin modificarse, igual de blanco que cuando quiso ser azul junto al gladiador que probablemente era negro pero pretendió ser verde demasiado tarde, gladiador de sueños, sombra de cortinas de escenario, príncipe de mundos hechizados, hechizado, claudicado, que dejó su risa abandonada en una ventana, abandonó su ventana en silencio, escondido entre la ignorancia de la ingenuidad, conscientemente atravesándola, desgarrándola, aniquilando cualquier vestigio de su paso para dejarlo todo arrasado hasta siempre, hasta nunca, clavando lanzas en esas alas asustadas desde todos los lugares existentes gracias a su repentina inexistencia, ensañándose pese a los ruegos, a pesar de las imploraciones, ignorando nada más ni nada menos, incapaz de razonar un razonamiento irrazonable para así no asomar el olvido de los milujis, para negar los tes rescatados de su alma que quiso ser azul pero no tuvo más fuerza y se quedó negra aunque por un instante intentara ser verde y ahora sigue de colores, o de ningún color, pero siempre partida, dualizada, desdoblada siempre siempre, de dos en dos, pareja, separada pero incapaz de separarse, imposible de esconder bajo su escondrijo tal vez inconsciente o tal vez consciente o tal vez voluntario y tal vez involuntario pero para siempre, mientras la negrura de las alas pretendidamente verdes no le deja ver la blancura de otras alas blancas que sobrevuelan la luz oscura y densa de la magia compartida imposible de aniquilar, guardada en el exterior escondido, vivificada en el interior exteriorizado, fundida para siempre pese al gladiador negro que quiso ser azul, gracias al pájaro que quiso quedarse verde y se quedó en gladiador negro.