Y habrá un día en que
ese ángel con las alas rotas vuelva a intentar remontar el vuelo en
ese cielo gris pero que está lleno de luz, de la luz mágica de la
oscuridad, de la luz densa de la blancura, donde los niños que son
blancos se sientan en los tejados pero no tienen frío porque ya
están helados, petrificados pero llenos de vida, espectantes,
espectadores de los esfuerzos de ese ángel con las alas rotas que
intenta retomar el vuelo bajo esa farola amarilla, y resbala, y
tropieza, pero ríe porque no lo consigue y llora porque no lo
consigue y está triste porque un día fue un ángel con las alas por
romper hasta que se le rompieron de tanto volar, hasta que ese
gladiador que era azul y que por un rato fue negro antes de volverse
verde le dejara libre para volar demasiado alto sin avisarle del
cristal, ese cristal por el que resbala el agua que no es agua pero
que es salada como si fuera del mar, aunque lo vea el acero que se
derrite a pesar de su dureza, que es tierno pese a su consistencia y
tal vez también dispare agua que no es agua pero que es salada como
la del mar, un mar que no está, que se quedó en los sueños, que
nunca llegó a ser pese a su existencia porque nunca llegó a verse
con sus propios ojos compartidos, se quedó lejos, allí mismo,
cerca, en otro lugar que debía ser el mismo pero diferentemente
igual, a la vez, simultáneo, que de alguna manera lo es y lo sigue
siendo, pese a la negrura del gladiador que se convirtió en pájara
negro para poder volar hacia allí, para poder contemplar ese mar
salado, esa mar salada, ese agua que se oscureció de gris por la
negrura que de repente le salió a las alas del gladiador verde y por
la fractura de las alas del ángel blanco que se volvió transparente
de tanto esfuerzo, de tanta transparencia líquida que le salió se
volvió él mismo transparente, líquido, deslizante, hechizantemente
hechizado, obnuvilado, confundido con la grisura de lo que sus ojos
veían, riendo de tristeza, llorando de una alegría inconmensurable,
gritando en silencio, callando desde los berridos de ángel con las
alas rotas, con las heridas sangrantes aún dolientes, punzantes,
lacerantes, supurantes, aberrantes, incomprenssibles, aborrecibles,
amadas, anheladas, inolvidables mientras la luz oscura seguía su
curso, vieja Dama Blanca llena de ojos verdes y gladiadores azules y
ángeles blancos, luz sensata, vieja sabia, viejo sabio imperturbable
gracias a su perturbabilidad, ufana, presumida por su belleza de
anciana perpetua, orgullosa de sus heridas borradas, cicatrizadas,
desaparecidas pero presentes, sonriendo con ternura a su nuevo retoño
seducido, abducido, herido para sanar, lisiado para embellecerse,
igual que el manco cazador de imágenes, mágico por su propia magia,
escondido detrás de las ramas, sentado en ese tocón del tiempo,
esperando la llegada del ángel con las alas rotas, con la pócima en
su única mano, ungüento silencioso, milagroso por su contenido de
nada, de silencio, de falta de palabras, de inutilidad de hechos
patentes, secreto recoveco del ayer que espera al hoy para volver
mañana y convertirse de nuevo en ayer para esperar a un nuevo hoy, y
así seguir su camino de pócimas agazapadas, de milagros invisibles,
de iluminaciones sin destellos, para dejar salir esas nuevas plumas
que seguirán siendo blancas, más blancas porque estarán hechas de
hielo, de nieve, de la luz del sol, del brillo del mar, de la vejez
bella, de nuevos caminos aún no descubiertos, de la posibilidad de
poseer la capacidad de transformar, de la opción de fabricar esa
pócima boscosa, de piedra, de agua helada y añadir nuevos
ingredientes para mejorarla si cabe, para personalizarla, para
hacerla única con los ingredientes encontrados a través de las
nieves que se resisten a aparecer porque no es el momento, para que
ese ángel con las alas rotas que un día quiso ser gladiador o
pretendió raspar la negrura del gladiador, o cayó en la trampa del
gladiador que fue azul para convertirse en negro antes de
transformarse en pájaro verde, para que ese ángel que sigue siendo
ángel pero que ha aprendido a ponerse los cuernos de diablillo, para
que ese ángel con las alas ya casi arregladas, recuperadas, se
siente donde termina la tierra y empieza la magia y espere la llegada
del perro grande que le lama la nuca, que se regodee con la felicidad
de su compañía, con la absoluta certeza de lo impalpable, para que
saboree la plenitud del reverdecer propio, para que sienta el
sufrimiento dulce de la melancolía, para que restriegue al pájaro
verde que ya no se sabe de que color es las gracias por todo, la
pequeñez de su gran e inconmuensurable regalo, la grandiosidad de su
nadería, el presente hecho gracias a su cobardía, la simultaneidad
de su diferencia, la igualdad de sus contradicciones, la
imperturbabilidad de su evolución estática, congelada en el tiempo,
ubicada en la eternidad desaparecida, nunca existida, jamás creada
más allá del anhelo, petrificada por la cobardía, desaparecida
bajo toneladas de silencio sin palabras, colgada por sirenas
doblegadas, por gusanos aplastados, por peces enlatados rumbo hacia
el lugar donde un día ese gladiador no quiso perder al ángel, ese
ángel roto, recompuesto, resurgido, parado en un movimiento continuo
muchas veces arrastrado, vapuleado en sus esfuerzos por volar con
esas alas rotas que a pesar de todo han ido sanando, bajo la mirada
de sonrisa helada de niños agazapados en los tejados, de mujeres
transportando agua vacía, bajo el regocijo de satisfacción de
crucificados nunca olvidados, de padres alquímicos orgullosos, de
verdes oradores enmohecidos, de linternas al revés llenas del humo
literario, de boles de café sin tabaco en tiempos remotamente
modernos, de cadáveres maravillosos estilizadamente bellos, de
pitonisas con túnica ensangrentada y mirada electrizante, todos
ellos satisfechos, seguros del resultado, enternecidos al saberse
resguardados del olvido gracias a unas alas blancas fortalecidas por
el sufrimiento, engrandecidas por su impetuosidad, cada vez más
elásticas, cada vez más abarcantes gracias a la terquedad del no
olvido, para que ese ángel mágico con las alas rotas siga
revoloteando sinuosamente, tal y como le han enseñado, en silencio,
gritando sin abrir la boca, bailando sin mover los pies, volando sin
elevarse, dejando de ser nuevo para convertirse en viejo, como
siempre ha sido, como fue desde un principio, como será para
siempre, igual, diferente, cambiante sin modificarse, igual de blanco
que cuando quiso ser azul junto al gladiador que probablemente era
negro pero pretendió ser verde demasiado tarde, gladiador de sueños,
sombra de cortinas de escenario, príncipe de mundos hechizados,
hechizado, claudicado, que dejó su risa abandonada en una ventana,
abandonó su ventana en silencio, escondido entre la ignorancia de
la ingenuidad, conscientemente atravesándola, desgarrándola,
aniquilando cualquier vestigio de su paso para dejarlo todo arrasado
hasta siempre, hasta nunca, clavando lanzas en esas alas asustadas
desde todos los lugares existentes gracias a su repentina
inexistencia, ensañándose pese a los ruegos, a pesar de las
imploraciones, ignorando nada más ni nada menos, incapaz de razonar
un razonamiento irrazonable para así no asomar el olvido de los
milujis, para negar los tes rescatados de su alma que
quiso ser azul pero no tuvo más fuerza y se quedó negra aunque por
un instante intentara ser verde y ahora sigue de colores, o de
ningún color, pero siempre partida, dualizada, desdoblada siempre
siempre, de dos en dos, pareja, separada pero incapaz de separarse,
imposible de esconder bajo su escondrijo tal vez inconsciente o tal
vez consciente o tal vez voluntario y tal vez involuntario pero para
siempre, mientras la negrura de las alas pretendidamente verdes no le
deja ver la blancura de otras alas blancas que sobrevuelan la luz
oscura y densa de la magia compartida imposible de aniquilar,
guardada en el exterior escondido, vivificada en el interior
exteriorizado, fundida para siempre pese al gladiador negro que quiso
ser azul, gracias al pájaro que quiso quedarse verde y se quedó en
gladiador negro.